Sweet Sixteen

Cuando cumples tus primeros 18 de repente te sientes mayor. Hasta esta fecha mágica parecía que nunca ibas a envejecer, que siempre vas a ser joven y alegre y disfrutar de la vida. Y entonces de golpe te viene a la cabeza que probablemente no podrás ser siempre adolescente.
Entrando en la segunda decena, tu edad ya te impone cosas como trabajo, responsabilidad, preocupación por el futuro y chorradas de estas que implican ser un miembro de la sociedad en pleno valor. Son cosas de "adultos", de las que antes, probablemente, se encargaban tus padres, hermanos, tíos y tutores legales, dejándote soñar mientras eras joven. Pero luego, como eres ya mayor de edad, todas estas preocupaciones se te delegan a ti y pesan sobre tus hombros.
Ahora, cuando debes pensar por ti mismo y tomártelo en serio, como lo hacían tus padres, hermanos etc. estás allá en el abismo, entre los sueños y la realidad.
Pues yo tengo miedo. No a la realidad, obviamente. Sino que temo que la realidad pueda matar mis sueños. Todos estos planes de comerme el mundo, transformar y mejorarlo, de crear e imaginar, y no simplemente producir, pueden sufrir daños por el choque con la vida de un ser ocupado ganando dinero para el pan para él mismo y para los suyos. Tengo miedo de que mis ganas de vivir se limiten a las ganas vivir en una casa más bonita con un jardín y piscina sin faltar, claro está.
Me horroriza la idea de que mi chispa, mi ingenio juvenil, mi talento, desaparezca entre los grises días de la vida de un miembro de la sociedad como dios manda, qué está en un lugar adjudicado para él, produciendo para otros miembros, y sin pensar siquiera, que hubo tiempo, cuando quería cambiar el mundo.

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A estas alturas, me parece que debería haber sido de una manera diferente. O, por lo menos, desearía que hubiese sido de una manera diferente. No sé, me parece que estaría bien, empezar desde principio, con otro pie, de nuevo... No fue mal, pero lamento no lamentar el final. Por un momento, pensé que me destrozaría, pero no, siquiera me ha dejado un arañazo. El yo masoquista gritó con desesperación, pero el yo normal encogió los hombros y ya no se giró atrás nunca más. Ahora, lamento no girarme, lamento no sufrir, lamento dejarlo ir, lamento no abrirme, con el corazón al descubierto, a esta cosa cálida que tenía entre manos.
¿Querrás volver?